Me sirvo un marc, y el olor del eau de vie me trae de golpe el recuerdo de la tarde en que lo tomé por primera vez.
Cuando regresé del viaje del que traje la botella, esperaba los raros momentos de soledad para tomar este licor. Se convirtió en un ritual, servirlo y sentarme a revivir aquella tarde.
Estoy en la comida de clausura de la conferencia anual de horticultura. Las personas sentadas a cada uno de mis lados discuten asuntos técnicos encima de mí. Yo estoy en medio de los dos fastidiada de que sigan luciéndose, compitiendo a ver quién sabe más.
Cuando llega él a sentarse en la mesa lo volteo a ver y le hago una mueca de fastidio, a la cual él contesta con un gesto divertido. Nos habíamos visto varias veces en la semana sin cruzar palabra. No hay mucha posibilidad de platicar pues se sienta del otro lado de una mesa larga.
Al dar el primer bocado de un paté que parece han dejado descubierto tres días con en pan reseco, decido irme. Ya no estoy dispuesta a seguir escuchando los mismos temas de cada desayuno-comida-cena de la última semana. Lo veo a los ojos, me levanto y me dirijo a la puerta. Sé que vendrá tras de mí, y si no lo hace no importa, ya ha sido demasiada conferencia y mala comida.
En la puerta del hotel nos encontramos, tomamos un taxi y nos vamos a un restaurante del puerto. Nos reímos de los intelectuales que siempre quieren sobresalir, de los ponentes que nos quisieron aleccionar como si fueran portadores de la verdad absoluta, de los que hablan de los vinos como si estuviera en juego una mención honorífica. También nos reímos de nosotros, de nuestra escapada y nuestra intolerancia con toda esta gente. Nos reímos como se ríen viejos amigos o nuevos amantes.
Comemos sin prisa, comenzando por un paté fresco con un baguette del día. Nos detenemos en cada bocado para evitar que termine la comida. No sabemos qué vendrá después, o tal vez no estamos listos para el después.
- Pidamos un marc, -me dice- es una eau de vie de la región.
- No lo conozco, prefiero un cognac.
- No, -insiste- tienes que probarlo.
Traen una botella de cuello largo a la mesa para servirlo. Tomo la copa entre las manos y lo huelo. El olor me penetra lentamente por todo el cuerpo. Le doy un sorbo y siento que se escurre lentamente por la garganta y de ahi se resbala a mis brazos, vientre y piernas. En ese momento siento una urgencia de que él me penetre tan lentamente como el licor. Toco su brazo con las yemas de los dedos y le digo que pidamos la cuenta.
Salimos del restaurante, estamos por tomar un taxi cuando vemos el letrero de un hotel a dos puertas. Nos tomamos de la mano y caminamos hacia él sin necesidad de palabras. Nuestro hotel seguramente sigue repleto de pláticas técnicas que queremos evitar tanto como los ojos de los que insisten en esos temas.
Pasamos el resto de la tarde y toda la noche platicando y haciendo el amor. Platicamos con la intimidad que se crea, a veces, con un desconocido que no volveremos a ver
A la mañana siguiente volamos de regreso a nuestras casas. La de él estaba a unas cuantas horas, la mía, al otro lado del Atlántico. Como despedida me regaló una botella de marc.
De otras historias hablé con mi marido. No sé si fue este silencio el que nos distanció, o si guardé silencio por la distancia que ya había.
La botella me la tomé poco a poco, sólo en aquellos momentos en que estaba sola y podía llorar. No lloraba por querer extender lo que solo podía durar ese instante. Lloraba por sensaciones pasadas y las risa de complicidad que ya no tenía. Cuando en la botella sólo quedó un último trago dejé de llorar, o eso pensé.
Hoy al tomarme el último marc y me doy cuenta que nunca dejé de llorar.
viernes, enero 27, 2006
Agua de vida
Publicadas por Tramontana a la/s 17:51
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3 comentarios:
salú
genial..
Hermoso tu relato. Siempre me quedo pensando si es tu vida o una creativa imaginación. De cualquier forma, me ha encantado leerte. Saludos.
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