sábado, diciembre 31, 2005

Navidad en Monterrey

Tengo 25 años viviendo fuera de Monterrey, y en este tiempo, con excepción de un año, siempre he regresado para Navidad. Mis hermanos tampoco viven ahí, por lo que diciembre se ha convertido en el mes de reunión familiar.

Estos encuentros no son como en las películas, el vernos no hace todo mágicamente maravilloso y perfecto. Año tras año en los días cercanos a Navidad siempre hay un pleito. Yo creo que tiene mucho que ver, con que cada quien tiene distintos intereses, gustos y necesidades; y al vernos, nadie quiere ceder: las prioridades personales son las únicas importantes. También tiene que ver con las fechas, algo tiene diciembre que hace que todo se vea más gris, tal vez es por el solsticio de invierno.

El caso es que siempre alguien se molesta o enoja o se siente o enloquece definitivamente. Claro está que estos altercados tampoco funcionan como en las películas, donde se origina un entendimiento inmediato y absoluto que acaba creando una cercanía especial que nunca más se verá afectada. Como funciona, en el mejor de los casos, es que los involucrados se desenojan, pero quien sabe si se guarde algún resentimiento que surgirá algún año venidero.

El año pasado fue especialmente tenso, o por lo menos así lo sentí yo, no sé si porque estaba deprimida o porque todos estaban especialmente susceptibles. Así es que este año, lo primero que me dijo mi hermano al verme fue: "¿cómo hacemos para que este Navidad no haya un drama?" A lo que mi sobrino opino: "¿Cómo? ¡Perderíamos las tradiciones familiares!"

El caso es que pasaron los días sin mayores contratiempos, sólo las quejas a las espaldas de los involucrados. Como mi hermano y mi hermana no se llevan entre sí, a mí me toca escuchar el mayor número de quejas. En esta ocasión no me importó mucho, hice lo que se debe hacer en estos casos: no tomarlos en serio.

Llegó el último día que todos pasaríamos juntos, que coincidió con el cumpleaños de mi mamá y mi hermana (sí, otro hecho que acaba de complicar las cosas) y a pesar de que la elección de restaurante no le gustó a mi hermano y que también le disgustó la hora de la comida, no fue suficiente para alterar el equlibrio, que sin ser armónico resultaba bastante aceptable.

En la noche, mis sobrinos estaban a punto de irse, cuando hubo un conato de drama. No pasó a mayores, o como dice mi hermano “no se escaló al siguiente nivel”. ¿Será que podremos empezar nuevas tradiciones?

lunes, diciembre 19, 2005

Cambio de track

Nada me preparó para el final. Ni sus palabras ni sus acciones. Aunque debería decir mi interpretación de éstas en el momento.

Las lecturas que hacemos son incorrectas, las palabras las oímos con un acento diferente, las actitudes las explicamos según lo que queremos creer. Hoy cuando veo en retrospectiva pienso que lo más triste no es lo que él me escondía, sino lo que yo me ocultaba a mí misma.

¿Qué hay en nuestra genética o constitución, o en nuestras mentes que nos hace engañarnos tan fácilmente? ¿Por qué podemos ver lo que no es o no ver lo que es?

Y cuando terminó la relación, lo primero que me dije fue: “nunca más”. Oía a Rinaldi y confirmaba que nunca me volvería a enamorar:

Si yo tuviera el corazón,
el corazón que di.
Si yo pudiera como ayer
querer sin presentir.
Es posible que a tus ojos que me gritan su cariño
los cerrara con mis besos.

Ya no tenía corazón para entregarle a nadie, y eso me daba tranquilidad. La tranquilidad de no tener que volver a amar, la convicción de que no me volverían a engañar: ya no me lo permitiría.

Pero empecé a ver diferente lo que era y lo que no era, y finalmente acepté que yo ya no estaba bien en la relación. Los momentos maravillosos del pasado son tan reales como que el que ya no estábamos funcionando. Fue difícil aceptar que el "para siempre" no existía.

Dejé de cantar tangos, los cambié por algo más real:

And so it is
Just like you said it would be
Life goes easy on me
Most of the time
...
I can't take my mind off you
I can't take my mind...
My mind...my mind...
'Til I find somebody else

domingo, diciembre 11, 2005

Libre a Toluca

No era la primera vez que veía esa mirada. Salimos del café juntos, pero en lo que esperaba a que le trajeran el coche comencé a caminar, casi a correr. No estaba convencida de querer huir, tampoco lo estaba de poder quedarme. Como era domingo, no había tráfico y me alcanzó muy rápido. Yo seguí caminando.

Me gustaba mucho este chavo. Era excepcionalmente guapo y normalmente muy atento, pero demasiado celoso. Ya en otra ocasión me había cuestionado “¿quién es ese al que saludas de beso?” “te detuviste demasiado en el abrazo que le diste a tu amigo”. La última vez me dio una cachetada, y me dejó algunas marcas de estrujones en los brazos. Por eso hoy, al ver de nuevo esa mirada quise huír.

Estacionó el coche en una callecita por la que yo iba caminando. Tal como lo esperaba, comenzó a insultarme y a cuestionarme. Me arrancó el celular de mi mano, y luego me ordenó que me subiera al coche. Estaba a punto de cargarme o arrastrme al coche, cuando se abrió la puerta justo al lado de donde estábamos parados. Salió una señora con un perro blanco pequeño.

El se fue inmediatamente al coche y la señora se me quedó viendo. Me dijo en una voz muy baja “¿estás bien?”, yo fingí no oírla, me dio mucha pena y seguí caminando.

Al llegar a la esquina la calle topaba. Esperé a que él diera la vuelta para irme en sentido contrario. No tardó en echarse en reversa y volver a seguirme. Por qué no fui capaz de decirle a la señora “no estoy bien, necesito ayuda”. ¿Por qué me hago la valiente?

Quería recuperar el celular, sobretodo porque no sabía como irme a mi casa desde ahí. Acababa de marcarle a mi hermana, por eso aún lo tenía en la mano cuando se bajó del coche y me lo quitó. Sabía que había ido al cine, pero cuando mucho en una media hora, la localizaría.

Se volvió a bajar del coche, pero esta vez empezó a llorar. Me pidió perdón, me dijo que nunca más volvería a tener este tipo de reacciones. Me dijo que entendía que estuviera asustada, pero que todo lo que hacía era porque me amaba. Nadie nunca me lo había dicho. Lo abracé y acabé subiéndome al coche nuevamente. Lo sentí tan débil, tan frágil. Además me amaba.

Después de abrazarnos y contentarnos me empezó a besar y dijo que me llevaría a casa. En el camino me empezó a acariciar las piernas, a subir un poco la falda. Yo no me sentía con ganas de ese tipo de caricias después de lo que había pasado. Empezamos a forcejear. Se dio vuelta en U y tomó hacia la carretera libre a Toluca. Se estacionó en el acotamiento me forzó a chuparlo, me arrancó los calzones y se metió en mí. A penas terminó me volvió a insultar y me obligó a bajarme del coche.

Ahora camino de regreso hacia la ciudad y quisiera que hubiera alguien más que me preguntara si estoy bien, para poder contestar lo que debí decirle a la señora del perro: “no, no estoy bien.”

Recordando

El recuerdo más fuerte de mi abuela materna es el de sus desayunos de avena. Murió cuando yo tenía 8 años, por lo que recuerdo pocas cosas de ella: su pelo largo y canoso que siempre llevaba recogido excepto después del baño, el día que me hizo tomar leche sola y como nos cuidaba a mis hermanos y a mí cuando nos enfermábamos.

No puedo comer un plato de avena sin pensar en ella, su serenidad al cuidarnos: tomándonos la temperatura, acercando una cubeta si teníamos que vomitar, cambiando las sábanas si las habíamos mojado por el sudor de la fiebre.

Aunque siempre la recuerdo como flexible y nada autoritaria, un día que me quedé a dormir en su casa me obligó a tomar leche sola. Desde que tengo memoria, nunca me gustó el sabor de la leche sola, puedo comer cualquier víscera o insectos (menos cucarachas), y todos los lácteos, incluida la nata, pero no puedo dar un solo trago de leche. Hasta su olor me desagrada.

Hoy desayuné un plato de avena a su modo: acompañada de una tortilla de harina con mantequilla. La receta exige que la tortilla se ponga a dorar en el comal y se unte la mantequilla todavía en el fuego, para que se derrita bien. Es un maravilloso contraste entre lo dulce de la avena con lo salado de la tortilla. Con cada bocado me vino la imagen de ella sentada en una mecedora en el patio de su casa con el pelo suelto recién lavado que dejaba secar al aire todas las tardes y su sencillo olor a jabón.

jueves, diciembre 08, 2005

Y si llegas

a mi vida y yo no estoy, toca quedito a lo mejor me animo a salir. Los sonidos tenues, como las palabras suaves, siempre son más incitantes. O tal vez tengas que aguardar a mi regreso, si eso quieres.

Yo he estado aquí, creyendo que mi estancia es transitoria, que el tiempo me forzaría a salir, pero el tiempo nunca arregla nada. Hay días que quiero escapar, no sé a dónde ni para qué. Escapar es igual que quedarme: siempre estoy conmigo.

Hay días que el viento intenta llevarme y me resisto. Digo que no tengo tiempo, que tengo que resolver asuntos importantes. Me crea incertidumbre el moverme: qué tal que no resulta, qué tal que nada es cierto. Aquí me voy fabricando una rutina, en la que a veces me siento aprisionada y otras me siento redimida. Conozco los caminos: la mayoría los cruzo diario, otros los descifro, aunque algunos con dificultad. Igual, todos me son familiares, coherentes, algunos indispensables. A veces la certeza puede crear libertad.

La verdad es que me da miedo tanto irme como quedarme. Tal vez esté cuando llegues, si no respondo toca un poco más fuerte. Si insistes trataré de salir a encontrarte.

jueves, diciembre 01, 2005

Tarde de lluvia

Eran las seis de la tarde cuando salimos del café. Había comenzado a llover. Nos despedimos. Ibamos en direcciones opuestas, quedamos de vernos en México. Yo no estaba segura que así sucedería.
La gente se escapaba de la lluvia entrando a tomar café o cerveza, esperando que la tormenta pasara. Bajé las escaleras del metro para encontrarme con una multitud que había elegido el mismo medio de transporte.
La gente se refugiaba en las cornisas de los edificios, algunos entraban a tomar un café o una cerveza, en espera de que pasara la lluvia. No se veía un sólo taxi desocupado. De mi bolsa saqué un poncho de plástico, del grosor de una bolsa de súper pero transparente, me la puse y comencé a caminar. Me tapaba hasta las rodillas y tenía una gorra que cubría mi pelo. No sabía bien a dónde iba, solo las coordenadas generales.
Las palabras todavía resonaban.
- ¿Por qué nunca tuviste un hijo?
- Supongo que no me decidí a hacerlo sin que Saúl se divorciara, no quería toda la responsabilidad yo sola.
- Tal vez eso habría acelerado la situación.
- No es algo que pudiera hacer, presionar con un embarazo.
Los coches comenzaron a prender las luces, la lluvia mojaba mi cara, mis zapatos estaban ensopados y el agua en la calle iba subiendo por capilaridad por mis pantalones. En algunas esquinas había gente parada y se arrebataban los taxis, en otras había colas para el transporte público. Era viernes, la gente quería llegar a sus casas o a sus cenas o a cualquier actividad a la que iban.
Iba bajando un segundo piso de escaleras cuando escuché que el tren llegaba y se iba. Al llegar a los andenes y ver la cantidad de gente esperando pensé que no sería fácil subirme en el siguiente vagón. Las palabras regresaban.
- Alguna vez pensé que no podías embarazarte, que no había sido una decisión.
- Eso nunca lo sabremos.
Noté un ligero temblor en su voz, sus ojos brillaron sutilmente, pero desvió la mirada hacia sus manos. Había algo que no quería que supiera.
Sólo esperaba que no hubiera adivinado mi secreto. No pude sostener su mirada.
Pasó una mujer embarazada enfrente de mí, me detuve en sus ojos que se cruzaron a penas con los míos. Fue cuando lo supe.
Después de las primeras tres cuadras dejé de buscar un taxi, no tenía idea si había algún metro que me llevara al hotel, preferí seguir caminando, el agua estaba fresca, pero no fría, apenas empezaba el otoño. Sentía que las palabras tomaban una dimensión diferente con esta lluvia. Entonces sonó el celular.
Pensé en alcanzarla, pero no sabía qué camino había tomado. Saqué el celular de la bolsa de la chamarra y no tenía señal. Subí un piso de escaleras corriendo, cuando finalmente oí que entraba la llamada y contestaba Laura.
- ¿Cuántos años tendría?
- ¿Sandra?
- Sí soy yo, ¿es cierto verdad? Estuviste embarazada. ¿Cuántos años tendría?
Hubo un pequeño silencio antes de que contestara con un suspiro.
- Catorce.
- Debiste haberlo tenido. Seguro fue él quien no quiso. Mi papá no debió impedirlo. ¿Sabes?, mi abuela siempre decía que los hijos son de las madres.
- Es más complicado que eso.
- Siempre lo es, pero necesito que me cuentes. Te quiero mucho, nos vemos en México.
- Nos vemos allá.
Había algo que me conectaba a ella, más que su relación con mi papá, más que el contradecir a mi mamá por verla.
Cada paso me hacía sentir más ligera, al contrario de mis pantalones de mezclilla que se iban haciendo más pesados con la humedad que ya llegaba a mis rodillas. La lluvia lavaba la pesadez de los recuerdos. Ahora sabía que la volvería a ver, y si no, siempre tendría la sensación de caminar por las calles de Buenos Aires sin preocuparme por la lluvia.