martes, noviembre 08, 2011

Porque los vientos cambian de rumbo...

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miércoles, agosto 26, 2009

Jota

Hoy por la mañana aumentó de dos a tres los ataques de risa que están permanentemente grabados en mi memoria.

El primero fue en algún lugar de Manhattan. Hice una pregunta al aire sobre si documentaba o no mi maleta, pensaba que daba lo mismo dos que una, al final del viaje habría que esperar. El no entendió a qué me refería y le causó gracia no sé qué cosa. Yo empecé a reírme de que no entendiera mi razonamiento, nos tiramos en la cama a reír sin parar apuntándonos uno al otro. Sonrío al recordar ese día en que un enredo sencillo nos hizo llorar de la risa.

Unos años después, anclados en una bahía del Mediterráneo , comimos una pasta tal vez, o a lo mejor uno de esos platos fríos o "crudités". Al llegar a la tabla de quesos, A y yo comentamos de cómo los quesos se debían cortar en secciones del centro hacia afuera para que el centro, que es lo más rico del queso, le toque a todos los trozos del queso. En el mismo instante en que asentía sobre nuestro comentario, el papá de A, corta transversalmente el maravilloso brie de queso de cabra que estabamos comiendo.

A y yo nos volteamos a ver y nos comenzamos a reír. El papá de A, no entendió de qué nos reíamos preguntó qué nos pasába. Las dos lo señalábamos a él y al centro del queso que se saboreaba sin poder articular palabra. No logramos contagiarlo, fue un momento entre A y yo.

Hoy, al despertar, M se metió a mi cama, y se tapó con la cobijita y dijo “ita” y como hago con muchas palabras de las que él sólo menciona la última sílaba le fui diciendo: co-bi-ja, en medio de mis sílabas él repetía: co-bi-ta. Le dije “ja” como “ja-ja-ja”. M se empezó a reír abierta y descaradamente de la jota que hacía yo tronar en mi garganta. Yo me contagié instantaneamente. Cuando estabamos a punto de terminar él volvía a llenar sus pulmones de aire y empezar a soltarlo. Le gustó tanto la sensación de reír así que no quería parar. Luego, se acercó y tocó mi nariz con la suya.

El pronunciar una jota fuerte toma un nuevo significado.

martes, junio 30, 2009

Noches sin luz

El verano que vine a vivir a México el crepúsculo llegaba con media hora de oscuridad total. ¿Lo recuerdan? Ese año había poca reserva de energía y la CFE decidió resolver el déficit cortando el suministro durante media hora en un momento de gran consumo de energía: el comienzo de la noche. Creo que se hacía escalonado por colonias, eso no lo tengo tan claro.

Algunas familias enloquecían con estos cortes diarios, no podían ver la tele, no podían calentar la leche en el microondas, algunas se paralizaban. Ella lo tomó diferente.

Todas estaban bañadas y en sus pijamas, la cena estaba servida, las velas dispuestas en los lugares precisos. Parecía que era ella quien bajaba el interruptor general. En un mismo movimiento se iba la luz y se encendían las velas una a una.

Sentadas alrededor de la mesa redonda del desayunador, con la noche entrando por la ventana, el silencio que dejaba la falta de aparatos eléctricos funcionando, invitaba a conversar suavemente. A veces la cadencia de la lluvia nos acompañaba afuera, otras sólo había dejado sus rastros y el olor a humedad. Las velas creaban una luz que evocaba historias de otros tiempos y algunas risas de complicidad.

No lo sé de cierto, pero sospecho que hay días, cuando alguna de nosotras prende una vela, que por la piel se cuela alguna historia o la sensación de paz de aquéllas noches de verano.

jueves, mayo 14, 2009

Trazos inconexos

Despierto. Camino a la cocina, en la esquina del comedor hay un brillo naranja tras las persianas medio abiertas. Al entrar en la cocina veo nubes del mismo tono. Recuerdo cenas en el mar, donde es más claro que los colores de la tarde tienen que ver con las nubes. Mientras muelo el café y lo pongo en la cafetera, el naranja se ha convertido en amarillo. Me asomo por la ventana que da al poniente en busca de más nubes y me encuentro con la luna casi llena que está por meterse. El café está listo,el amarillo también desapareció y la luna ya se oculta tras los edificios.

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Me paro en el quicio de la puerta mientras veo pasar coches por el eje vial. Oigo a Cirrus orinar y luego correr a oler la banqueta, el pasto que crece entre el concreto, el árbol más cercano. En el charco que dejó se refleja una flor roja. No tiene sentido. Busco en la acera de enfrente. No hay flores rojas. Desde la esquina de mi ojo veo unas bugambilias que cuelgan en el balcón del primer piso. Nunca había visto estas flores y hoy, el sol de la mañana, me las muestra.

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Los tres encima de la cama. Ella se acurruca hecha bolita con su hocico en su panza. El pasa su cachete y su nariz por el pelo blanco recién lavado de ella. Se acaricia con este pelo y sonríe. Lo repite una y otra vez. Al ver su sonrisa siento en mi mejilla el cosquilleo que él debe sentir. Sonrío. Mis dos pequeños amores se han hecho amigos.

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Cuento las campanadas del reloj para saber cuánto tiempo me queda. Es el primer ruido que oigo, ya despierta oigo también el ruido de los coches pasar. El viento mueve ligeramente la cortina blanca, la gruesa la dejé sin cerrar para dormirme con la luz de afuera como compañía nocturna. Me ruedo en la cama y me tapo. Ojalá la noche siguiera acompañándome otro rato.

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Dejo las luces de la casa apagada. Sólo prendo la de la cocina mientras él cena. Al salir la apago, la casa queda a oscuras, sólo las luces de la calle y la pantalla de la computadora en mi escritorio la iluminan. Me gusta la sensación de caminar en esta casi oscuridad. Salimos a la terraza a ver la luna llena que apenas sale tras los edificios. Hoy que comparto la luna con él, mientras aprende la palabra para nombrarla, recuerdo un viaje al Golfo de México. Yo tendría cinco años, y una mañana le dije a mi mamá que la luna no me dejó dormir en toda la noche. La siguiente noche mi mamá se encargó de señalar el farol que confundí con luna. Todavía hay días en que sigo confundiendo unas cosas con otras.

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Afuera llueve desde anoche. Dejó de llover algunos ratos mientras dormía. Oigo el agua levantarse con las ruedas de los coches al pasar. Siempre me ha parecido nostálgico este sonido, no sé por qué. La lluvia me arrulla y logro dormir otro rato.

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Es la hora del baño. Esperamos a que el agua se caliente, le lavo el cuerpo mencionando cada parte que voy tallando. Luego lavo su pelo y su cara, atrás de las orejas. Lo enjuago y cierro la llave. El me dice “llueve” y yo agito la regadera de teléfono para que salgan las gotas atoradas. El levanta su cara, cierra sus ojos y deja que el agua acaricie sus cachetes. Una mueca, casi una sonrisa.

lunes, diciembre 08, 2008

En lunes

Hoy se me coló la tristeza por debajo de la lengua, sé que fue por ahí porque no había ningún otro lugar por donde pudiera entrar. Me estrujó el vientre desde donde escurrieron algunas gotas saladas.
Siento en el cuerpo la languidez de la tristeza, y tengo una pesadez en cada movimiento. Al respirar, el aire no llega a los pulmones, se atora en la garganta. No tengo ganas de nada o pensándolo bien, tal vez solo de una tarta de nuez.
Llegué a la oficina con desgano, no parece que es lunes, tampoco quiero que se vayan rápidos los días ni para que llegue el viernes. Tengo frío interno, de ese que normalmente se siente en las noches de invierno cuando se está en una cabaña en las montañas y afuera nieva. Las manos se mueven con dificultad por el teclado, no reconocen las letras, no saben cómo se hilan unas con otras para formar las palabras que escribo. El teléfono suena y en lugar de palabras e ideas coherentes oigo sonidos irreconocibles hasta que me concentro y reconozco alguna a la que puedo contestar con frases inconexas.
Hay días así, supongo. Hay días para añorar a futuro o para saber que el presente se escapa y pronto quedará en pasado. Me adelanto, sí, y es que reconozco la ausencia desde antes de que llegue. Tu presencia ha sido tan completa que sé que tu ausencia no dejará espacio para nada.

viernes, octubre 31, 2008

Un rato en un pub

Camino por las calles de una ciudad inglesa nueva para mí. Voy sintiendo como el ambiente inglés me va infiltrando. Me meto a un pub y tras dudar un segundo pido una Guiness. Un muchacho joven con los brazos todos tatuados, arracada en la oreja izquierda y que luego descubriré tiene un arete en la lengua, me voltea a ver con expresión de sorpresa y me pregunta de dónde soy.

Hace tres días que llegué a Inglaterra y es el primer momento que tengo para disfrutar el estar aquí y será el único: mañana regreso a México. Llegué el miércoles por la tarde al aeropuerto de Birmingham, para descubrir que el hotel no estaba en esa ciudad sino en Daventry a 50 millas de ahí. Llegué al hotel pasadas las 7 de la noche. Al abrir mi maleta descubrí que mi ropa había sido reempacada, en un principio pensé que algunas cosas habían sido extraídas, afortunadamente no faltó nada. Me di un regaderazo y me reuní a cenar con las personas de la empresa que ya habían llegado.

El día siguiente fue un día largo, conferencias todo el día y en la noche una cena de gala de la que me salí pasadas las 12. Después de contestar correos me acosté, no demasiado tarde, pero batalle para dormir. Pasé una mala noche, una combinación de mi insomnio recurrente y tal vez algo de jetlag. Después de otro día de conferencias y un traslado al aeropuerto de Birmingham, después de dejar las maletas en el hotel empiezo a disfrutar de esta noche de minivacaciones. Tomo un monorriel y luego un tren para llegar al centro de la ciudad.

Lo que para algunos puede ser una mala frase de introducción a mí me parece directa y me lleva a contestarle y seguir una conversación agradable y divertida con Gareth. A los pocos minutos llega su amigo Dave que había ido al baño. Los dos critican mi opción de Guiness, todo mundo dice que esa cerveza no sabe viajar. Al pedirla pensé que estando tan cerca de Irlanda habrá llegado bien: no es así. Esta pinta no tiene nada que ver con la que tomé hace ya un año. Les digo que ellos son los culpables por no decirme qué debo tomar.

Platicamos de lo que hacen: Dave maneja una “lorry” que es un camión semipesado, Gareth es taxista. Platicamos de distintos países en los que han estado y trabajado. De qué les gusta y qué no de ellos. Y aunque parece increíble, Dave dice que los franceses no saben comer. Pienso que a los ingleses se les altera el gusto desde que nacen, es la única forma de que sobrevivan su comida, de ahí que la francesa les parezca mala. No encuentro otra explicación. Gareth dice que le gusta la carne totalmente cocida, que no soporta verla roja y aunque ha experimentado cerrando los ojos, dice que sabe perfectamente cuando está mal cocida. Yo digo que un rost beef rojo al centro acompañada de raíz fuerte es lo único rescatable de la comida inglesa. Pienso que tal vez la gran diferencia entre vivir en Europa y en México es el acceso que cualquier trabajador tiene a empleos legales en todos los países de la Comunidad.

Cuando termino mi terrible Guiness, me preguntan qué tipo de cerveza quiero, les digo que prefiero una ámbar y me comentan de las opciones que tengo. Me aconsejan que pida solo media pinta para probar, así es como “se debe hacer”. Ellos insisten en pagar mi Whorthington. Platicamos de la fobia de Gareth a las arañas. Le cuento de mi amiga que toma las arañas patonas y se las pone en sus brazos y veo como literalmente se le paran los pelos de punta en sus brazos de sólo pensarlo. Al terminar mi cerveza, la cual resulta ser mucho mejor que la primera, salgo a buscar algo para cenar.

Camino hacia la estación de tren en busca de un restaurante indio que vi al llegar, no lo encuentro. En lugar me encuentro dos chinos con la carta pegada en la ventana en caracteres hanzi. Y esa es otra historia.

martes, septiembre 30, 2008

365 para 50

He empezado este post varias veces y no avanzo.

Hoy lo único que quiero decir es que disfruto de vivir lo que me toca vivir y disfruto de tener en mi vida a todos ustedes, a mi familia y a Cirrus.

sábado, septiembre 20, 2008

En la Condesa

Vivo en la misma zona desde que llegué a México. Primero del otro lado del Circuito Interior, donde el casero aseguraba era la misma colonia. Luego, cuando estuve casada, encima de una panadería que ya desapareció y desde hace varios años es una tienda de cosas raras y muebles. Ahora, a la vuelta de ese departamento, casi llegando a una calle con camellón.

Yo digo que el desarrollo de la Condesa comenzó con la Garufa. No sé si fue el primero, pero es el restaurante que yo recuerdo comenzó a poner mesas en la banqueta. Luego siguieron otros y cafés y neverías, fue después que iniciaron las tienditas de ropa, de cosas esotéricas y chunches diversas.

Me encanta que se haya desarrollado la zona, a pesar de que los cafecitos de barrio iniciales han sido desplazados por Starbucks y las panaderías por Krispy Kreme y similares. Hoy me di cuenta que también empiezan a poner tiendas de cadenas como GNC y otra de productos de belleza que no recuerdo el nombre. A cambio de eso tengo una tienda de productos orgánicos donde consigo tortillas hechas a mano y mermelada de lima elaborada con azúcar mascabado. También tengo a dónde ir a cenar caminando o pedir comida cuando no quiero salir de casa.

Hoy amaneció bastante nublado, igual la mañana estaba deliciosa para caminar un rato. Nos fuimos Cirrus y yo al mercado, a comprar unas cosas en la tienda orgánica y a sacar dinero del cajero. De regreso, veníamos muy contentas disfrutando la caminata y anticipando la visita que tendríamos hoy, cuando le pregunté a Cirrus por cuál calle quería regresar. Como ella no tuvo claro qué prefería, di la vuelta para pasar por mi vieja casa. Mientras vivimos ahí, mi entonces esposo rentó el departamento de al lado para poner su despacho, como la propiedad era una esquina, la entrada de éste era por otra calle, precisamente por la que caminaba.

Unos metros antes de llegar a la esquina vi que alguien abría la puerta del que fue el despacho. Pensé que se parecía al que fue mi marido, aunque el hombre se veía algo desgastado. A diez pasos de él tuve una sensación extraña y sin pensar pregunté.

- ¿Carlos?

- ¿Sí? - contestó al tiempo que subió la mirada, la cual hasta entonces mantenía en la llave. Se quedó mirándome esperando respuesta. Sin reconocerme.

- Soy Tramontana.

- Hola.

- ¿Cómo estás? -me acerqué y le di un beso.

- Bien. Estoy bien. -Dijo con un tono abatido y una pausa que me indicó que algo acababa de pasar de lo que aún no se había recuperado.

- No sabía que seguías aquí.

- Sí. La oficina. ¿Vives por aquí?

- Aqui a la vuelta.

- Ah.

Le pregunté por sus papás y sus hermanas. Me dijo que sus hermanas estaban bien y me contó que su papá murió en diciembre, su mamá hace apenas veinte días. Ahí fue cuando entendí ese “Bien. Estoy bien”.

El no me preguntó cómo estaba yo, ni siquiera saludó a Cirrus. Se despidió apresurado. Yo nuevamente me acerqué a darle un beso y medio lo abracé. Tal vez no lo vuelva a ver en otros veinte años, tal vez fue un último abrazo.

Caminé las dos cuadras para llegar a mi casa, elucubrando quién sería yo si siguiera casada. ¿Correspondería mi físico, mi vestimenta, mis ademanes, con lo que vi en él? Creo que si me encontrara con ella no me podría reconocer. Tal vez por eso él no pudo reconocer a la que soy hoy. Y pienso cómo tan solo dos cuadras resultan en vidas tan distantes.

jueves, septiembre 11, 2008

Llorar por uno

Hace mucho que no lloro, o más bien, hace mucho que no lloro por mí. Seguido lloro por algo que leo, al ver alguna película o al compartir dolores o alegrías con gente que quiero, pero no logro recordar cuándo fue la última vez que lloré por mí.

Hoy, al llegar de la oficina, abro el agua de la tina y mientras se llena bajo a Cirrus, acomodo cosas, hablo con mi mamá, me sirvo un vaso de vino.

Me meto a la tina y me voy relajando, siento como los músculos del cuello se acomodan diferente, me mojo la cara con el agua tibia, inesperadamanete surge un sollozo. Finalmente permito que salgan las lágrimas. Hoy hubo varios momentos en que estuve a punto de llorar y me contuve. No podía llegar a una reunión con los ojos rojos. Tampoco quise que en la oficina me vieran el rimel corrido o los labios hinchados.

Sobreviví el día, pero aqui, sumergida en el agua caliente con sales y espuma de lavanda lloro.

Trato de pensar qué es lo que me hace llorar. ¿Qué me duele? Fue un día con frustraciones y una sensación de abandono se infiltró en mí. No logro ponerle nombre a la sensación, sólo siento que me hace bien llorar.

domingo, septiembre 07, 2008

De escribir

“I find myself saying briefly and prosaically that it is much more important to be oneself than anything else. Do not dream of influencing other people, I would say, if I knew how to make it sound exalted.” – Virginia Woolf, A Room of One’s Own

Hoy mientras corría pensé en cuál es mi objetivo al escribir. Creo que básicamente busco transmitir mi visión, mi experiencia. Y me doy por bien servida cuando noto que alguien visualizó lo que traté de expresar. Significa que escogí correctamente las palabras para describir las imágenes y sensaciones que traté de plasmar.

A veces me sorprendo cuando percibo que provoqué algo que no esperaba. En ocasiones logro identificar la parte del texto que logró crear esa impresión, otras no puedo explicar qué sucedió. En esos casos no me queda mas que suponer que algo de mi inconsciente conectó con el otro inconsciente en un nivel al que no logro acceder.

Esta reflexión surgió de ver una entrevista con la autora del libro “Comer, rezar, amar”. Aunque no he leído este libro, sé que ha sido traducido a más de 30 idiomas y ha estado en la lista de más vendidos por un año. En la entrevista que vi, varias personas hablaron de la influencia que tuvo el libro en sus vidas. Lo que más me gustó de la autora, Elizabeth Gilbert, fue su actitud. Ella escuchó lo que decía cada persona pero nunca se adjudicó los cambios que ellos hicieron, ni las modificaciones en sus conductas que los llevaron a distintos lugares. Su actitud fue de serenidad, recato, lo que en inglés nombran “unassuming”: a ella no le correspondían los triunfos de los otros, se alegró por ellos pero no se responsabilizó de esos cambios.

Lo que yo interpreto de su actitud es que las reacciones que provocan las palabras que escribimos no nos pertenecen, como tampoco nos pertenecen las palabras ya escritas. Las palabras que escribimos dejan de ser nuestras cuando las mostramos a otros. Lo que hagan ellos con éstas es de ellos, nunca de los que escribimos.