miércoles, agosto 26, 2009

Jota

Hoy por la mañana aumentó de dos a tres los ataques de risa que están permanentemente grabados en mi memoria.

El primero fue en algún lugar de Manhattan. Hice una pregunta al aire sobre si documentaba o no mi maleta, pensaba que daba lo mismo dos que una, al final del viaje habría que esperar. El no entendió a qué me refería y le causó gracia no sé qué cosa. Yo empecé a reírme de que no entendiera mi razonamiento, nos tiramos en la cama a reír sin parar apuntándonos uno al otro. Sonrío al recordar ese día en que un enredo sencillo nos hizo llorar de la risa.

Unos años después, anclados en una bahía del Mediterráneo , comimos una pasta tal vez, o a lo mejor uno de esos platos fríos o "crudités". Al llegar a la tabla de quesos, A y yo comentamos de cómo los quesos se debían cortar en secciones del centro hacia afuera para que el centro, que es lo más rico del queso, le toque a todos los trozos del queso. En el mismo instante en que asentía sobre nuestro comentario, el papá de A, corta transversalmente el maravilloso brie de queso de cabra que estabamos comiendo.

A y yo nos volteamos a ver y nos comenzamos a reír. El papá de A, no entendió de qué nos reíamos preguntó qué nos pasába. Las dos lo señalábamos a él y al centro del queso que se saboreaba sin poder articular palabra. No logramos contagiarlo, fue un momento entre A y yo.

Hoy, al despertar, M se metió a mi cama, y se tapó con la cobijita y dijo “ita” y como hago con muchas palabras de las que él sólo menciona la última sílaba le fui diciendo: co-bi-ja, en medio de mis sílabas él repetía: co-bi-ta. Le dije “ja” como “ja-ja-ja”. M se empezó a reír abierta y descaradamente de la jota que hacía yo tronar en mi garganta. Yo me contagié instantaneamente. Cuando estabamos a punto de terminar él volvía a llenar sus pulmones de aire y empezar a soltarlo. Le gustó tanto la sensación de reír así que no quería parar. Luego, se acercó y tocó mi nariz con la suya.

El pronunciar una jota fuerte toma un nuevo significado.

martes, junio 30, 2009

Noches sin luz

El verano que vine a vivir a México el crepúsculo llegaba con media hora de oscuridad total. ¿Lo recuerdan? Ese año había poca reserva de energía y la CFE decidió resolver el déficit cortando el suministro durante media hora en un momento de gran consumo de energía: el comienzo de la noche. Creo que se hacía escalonado por colonias, eso no lo tengo tan claro.

Algunas familias enloquecían con estos cortes diarios, no podían ver la tele, no podían calentar la leche en el microondas, algunas se paralizaban. Ella lo tomó diferente.

Todas estaban bañadas y en sus pijamas, la cena estaba servida, las velas dispuestas en los lugares precisos. Parecía que era ella quien bajaba el interruptor general. En un mismo movimiento se iba la luz y se encendían las velas una a una.

Sentadas alrededor de la mesa redonda del desayunador, con la noche entrando por la ventana, el silencio que dejaba la falta de aparatos eléctricos funcionando, invitaba a conversar suavemente. A veces la cadencia de la lluvia nos acompañaba afuera, otras sólo había dejado sus rastros y el olor a humedad. Las velas creaban una luz que evocaba historias de otros tiempos y algunas risas de complicidad.

No lo sé de cierto, pero sospecho que hay días, cuando alguna de nosotras prende una vela, que por la piel se cuela alguna historia o la sensación de paz de aquéllas noches de verano.

jueves, mayo 14, 2009

Trazos inconexos

Despierto. Camino a la cocina, en la esquina del comedor hay un brillo naranja tras las persianas medio abiertas. Al entrar en la cocina veo nubes del mismo tono. Recuerdo cenas en el mar, donde es más claro que los colores de la tarde tienen que ver con las nubes. Mientras muelo el café y lo pongo en la cafetera, el naranja se ha convertido en amarillo. Me asomo por la ventana que da al poniente en busca de más nubes y me encuentro con la luna casi llena que está por meterse. El café está listo,el amarillo también desapareció y la luna ya se oculta tras los edificios.

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Me paro en el quicio de la puerta mientras veo pasar coches por el eje vial. Oigo a Cirrus orinar y luego correr a oler la banqueta, el pasto que crece entre el concreto, el árbol más cercano. En el charco que dejó se refleja una flor roja. No tiene sentido. Busco en la acera de enfrente. No hay flores rojas. Desde la esquina de mi ojo veo unas bugambilias que cuelgan en el balcón del primer piso. Nunca había visto estas flores y hoy, el sol de la mañana, me las muestra.

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Los tres encima de la cama. Ella se acurruca hecha bolita con su hocico en su panza. El pasa su cachete y su nariz por el pelo blanco recién lavado de ella. Se acaricia con este pelo y sonríe. Lo repite una y otra vez. Al ver su sonrisa siento en mi mejilla el cosquilleo que él debe sentir. Sonrío. Mis dos pequeños amores se han hecho amigos.

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Cuento las campanadas del reloj para saber cuánto tiempo me queda. Es el primer ruido que oigo, ya despierta oigo también el ruido de los coches pasar. El viento mueve ligeramente la cortina blanca, la gruesa la dejé sin cerrar para dormirme con la luz de afuera como compañía nocturna. Me ruedo en la cama y me tapo. Ojalá la noche siguiera acompañándome otro rato.

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Dejo las luces de la casa apagada. Sólo prendo la de la cocina mientras él cena. Al salir la apago, la casa queda a oscuras, sólo las luces de la calle y la pantalla de la computadora en mi escritorio la iluminan. Me gusta la sensación de caminar en esta casi oscuridad. Salimos a la terraza a ver la luna llena que apenas sale tras los edificios. Hoy que comparto la luna con él, mientras aprende la palabra para nombrarla, recuerdo un viaje al Golfo de México. Yo tendría cinco años, y una mañana le dije a mi mamá que la luna no me dejó dormir en toda la noche. La siguiente noche mi mamá se encargó de señalar el farol que confundí con luna. Todavía hay días en que sigo confundiendo unas cosas con otras.

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Afuera llueve desde anoche. Dejó de llover algunos ratos mientras dormía. Oigo el agua levantarse con las ruedas de los coches al pasar. Siempre me ha parecido nostálgico este sonido, no sé por qué. La lluvia me arrulla y logro dormir otro rato.

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Es la hora del baño. Esperamos a que el agua se caliente, le lavo el cuerpo mencionando cada parte que voy tallando. Luego lavo su pelo y su cara, atrás de las orejas. Lo enjuago y cierro la llave. El me dice “llueve” y yo agito la regadera de teléfono para que salgan las gotas atoradas. El levanta su cara, cierra sus ojos y deja que el agua acaricie sus cachetes. Una mueca, casi una sonrisa.