viernes, septiembre 30, 2005

Cuarenta y seis

jueves, septiembre 29, 2005

Pensamientos de jueves por la mañana

  • Para ir a correr hay que levantarse sin pensarlo. Apagar el despertador y levantarse.

  • Si lo piensa uno un poquito, aunque sea una milésima de segundo, ya no te levantaste. Y es que es totalmente absurdo hacerlo.

  • ¿A quién se le ocurrió que el horario de verano se acabe hasta el último domingo de octubre?

  • ¿Los que escupen es porque no les gusta su propio sabor?

  • Parece que la Tierra realmente sabe cuándo los días deben comenzar a ser más cortos.

  • ¿Por qué se tiene que hacer ejercicio constantemente? ¿No podría ser algo que se haga una vez y ya?

  • Me gusta la sensación del amanecer, ver que los cambios de la mañana: estrellas, claridad, colores.

  • No hay colores sin luz.

  • Debería prohibirse pensar antes de tomar café.

viernes, septiembre 23, 2005

Dame lo que quieras

Llevo días preparando el menú mentalmente, pasé por varios que consideré perfectos sólo para volverlos a cambiar. Se me metió en la cabeza que el futuro de la relación depende de la perfección de la cena.
Remojo los porcini y pico ajo, dejaré la salsa lista para sólo cocer la pasta a la hora de cenar.
Compartimos el gusto por las exhibiciones de arte moderno y las instalaciones que muchos dicen no entendien, otros que eso no es arte. Hace poco más de 20 años chocamos cabeza contra cabeza al estar observando una pieza por todos lados. Nos reímos y continuamos viendo la exposición juntos. Salimos del museo y nos cruzamos a tomar una cerveza. Lo acompañé a su casa por unas fotos que debía entregar. Mientras él preparaba su paquete me paseé por el departamento.
Curiosa distribución: un área que servía de recámara y sala y dos baños. Pensé que era perfecta para un fotógrafo. Revisé sus libros, sus discos, nos gustaban los mismos autores y la misma música. Recogí unos platos que estaban encima de la cama.El fregadero estaba lleno de trastes sucios. Preferí acomodarme en el único sillón que había a ojear un libro de fotografía, la opción era pasar tres horas arreglando el departamento. Soy medio maniática del orden, llego a las casas de mis amigas a organizarlas. A ellas no les importa, pero no quise intervenir en un espacio que me era ajeno.
Fuimos a entregar las fotos y de ahí a tomar otra cerveza. Se levantó al baño y cuando regresó me dijo que se tenía que ir. Quedamos en hablarnos, ninguno de los dos lo hizo. Yo estaba en una relación, a los pocos meses me casé.
Escurro la arúgula y lavo los champiñones para la ensalada.
Hace unas semanas nos volvimos a encontrar viendo otra exposición. Lo primero que reconocí fue su forma de moverse frente a las piezas. Ya no tiene barba ni usa jeans. O por lo menos ese día no los traía puestos. Intercambiamos datos.
Al día siguiente al llegar a la oficina lo primero que hice fue mandarle un correo. A la media hora tuve su respuesta. Nos escribimos diario durante semanas, sin hablar de vernos, sin ningún plan, ninguna expectativa.
“¿Qué te gusta comer?”, pregunté un día. “Dame lo que quieras, menos leche sola. Insisto, todo me gusta.”, fue su respuesta  Convirtió una pregunta en una invitación a cenar, además qué era eso de  la leche sola.
Era extraño que estando en la misma ciudad prefiriéramos comunicarnos por correo. No hablmos por teléfono ni una sola vez.

Quedamos de vernos en la presentación del libro de un amigo suyo. Al terminar la plática tomamos un trago y me presenta a algunos amigos. De repente llega una mujer y se lo lleva. Después de unos minutos regresa y me dice:
- ¿No te importa si viene Magda con nosotros?
- ¿Si viene Magda con nosotros?, repito como hago siempre cuando algo me empieza a incomodar.
- Es mi ex, está muy deprimida y además anda un poco pasada, no la puedo dejar sola.
- ¿Anda un poco pasada?
- No te importa, ¿verdad?, vuelve a decir, y me da un beso en la mejilla.
Sí me importa, me pasé una semana planeando el menú. Hice una cena especial. Pero como tantas otras veces no digo nada.

jueves, septiembre 22, 2005

Sigo pensando en los vacíos

Y no sé bien qué hacer de ellos.

Michelle dice que son una necesidad de certeza, creo que hay algo de eso, pero a veces surgen de forma tan inesperada y justo cuando me sentía cómodamente instalada en la incertidumbre.

Me ha costado escribir estos días así es que recurrí al archivo donde voy dejando ideas o partes de historias para ver si algún día encuentro el final o el principio o el medio, según el caso. Aunque no terminé nada, encontré algo que me llevó a escribir un rato esta mañana. Y creo que ya encontré el final. Veremos.

jueves, septiembre 15, 2005

Vacíos

¿Con qué se llenan los vacíos? ¿Se llenan? Me quedo pensando después de leer a Fabian, después de que comento que yo los lleno con lecturas. A mí es lo que más me ayuda, pero no siempre me funciona.

A veces los lleno con películas, una detrás de otra, a veces con gente, a veces también trato con música, pero ésta para mí es un arma de dos filos.

Ayer sentí el vacío todo el día. La mañana de preparativos, de terminar de trabajar, el aeropuerto, leí, vi gente, sostuve pláticas de avión, la llegada a Tuxtla, el camino a San Cristobal de las Casas. Traté de meterme en el paisaje: el valle, la luz que producía el sol tapado por las nubes, las nubes que cubrieron una parte del camino y se metieron entre las montañas. Pero a pesar de lo maravilloso de lo que veía, el vacío se iba agudizando. Añoranzas de lo que no existió, nostalgia de otras montañas y otros valles. A veces en los recuerdos sólo viene lo bueno. Y el vacío se profundizó.

Al llegar me esperaba un tequila y plática. El vacío se fue disminuyendo. Risas, y el vacío casi desapareció. Al irme a dormir el vacío reapareció abruptamente, como si nunca se hubiera ido. Traté de ahuyentarlo, y poco a poco lo recién vivido desplazó el vacío. Creo que la buena compañía fue lo que más ayudó, y el tequila sin duda ayudó. Buena mezcla.

miércoles, septiembre 14, 2005

Volví a soñarte

No sé cómo logras colarte en mis sueños cuando ya te saqué de mi vida.

Estaba enojada, te pegaba, te quería lastimar pero no te alcanzaba. Te gritaba, te reprochaba, te insultaba, pero las palabras tenían aún menos fuerza que los golpes. O tal vez estabas demasiado lejos, como siempre. Pasé horas peleándome con tú fantasma y al despertar me dolían los brazos y me había quedado sin voz y sin palabras.

domingo, septiembre 11, 2005

Frente al espejo

Mercedes está parada frente al espejo desnuda. Nunca se había visto así, no con intención, y Abel a su lado, dirige su mirada.
Cuando empezaron a desvestirse Mercedes se había escapado de las manos de Abel para apagar la luz. Él había ido detrás para prenderla.
-No me puedes ver, -le dijo volviendo a apagar la luz.
Él le contestó besándola
- ¿Por qué no?” -y la volvió a prender.
- Nadie me ha visto desnuda, ni yo misma.
Abel dejó de besarla, se alejó para poderla ver. Comprobó en sus ojos que no estaba mintiendo, la tomó de la mano y le preguntó
- ¿Dónde tienes un espejo?
Sin esperar una respuesta se dirigió a la recamara de Mercedes. Prendió la luz, encontró el espejo de cuerpo completo con marco de madera que tenía al fondo del cuarto y la paró enfrente de él.
- ¿Y si no te gusto? –dijo ella, mientras Abel  seguía desvistiéndola, tomándose el tiempo, botón por botón, viéndola a los ojos. Cuando llegó al último le quitó el vestido, lo colocó sobre una silla cercana.
La volvió a besar. El calor que sentía Mercedes ya no le permitió protestar, el cuerpo le hormigueaba.
Cuando Abel acabó de desvestirla la volteó a que se viera a sí misma.
Mercedes se vio sin verse, y buscó el cuerpo de Abel con su mano. Abel le dio su mano izquierda a la mano que buscaba su cuerpo y con la derecha la volteó al espejo.
Siempre evitaba verse desnuda, ni siquiera en ropa interior. No tenía para qué hacerlo y menos ahora que la piel le colgaba por todas partes, aunque siempre fue delgada, los kilos se acomodaban de manera diferente con el paso de los años, la cintura se extendía en una misma línea hacia las caderas, y en su vientre se dibujaba una curva como de inicio de embarazo.  Sus hijas se reían de ella “mamá pero si tuviste cuatro hijos”, y le enseñaban sus panzas ligeramente menos pronunciadas que la suya.
Se preguntaba qué podía haber visto Abel en ella. Veinte años más joven, sólo unos años  mayor que su primer hijo. Nunca había pensado que su interés por ella podía ser más que la de ser mamá de su amigo, y recientemente el de un arquitecto por su cliente. Hasta la noche anterior, cuando al despedirse le había dado un beso demasiado cercano a sus labios. Había alcanzó a probar su aroma, con olor a frutas, a membrillo, pensó.
Y hoy al levantarse se sentía como adolescente antes de una fiesta con la expectativa de bailar con el muchacho que le gustaba, porque había quedado de comer con él.
Abel tenía una nariz grande y un poco ancha,  era demasiado flaco y huesudo, aunque no era precisamente guapo tenía ojos color miel un poco hundidos que veían con atención y contrastaban con su piel morena, además tenía una sonrisa de niño sorprendido. Siempre tuvo novias muy guapas, le había conocido a varias y la que había sido su esposa hasta hacía unos meses, era una mujer atractiva. Mercedes pensó que se estaba imaginando cosas.
Jamás consideró tener relaciones después de quedarse viuda. Nunca le había gustado hacer el amor, y pensaba que quedarse sola había sido una fortuna. Estaba convencida que Fernando fue el esposo perfecto: le dio hijos, una posición económica estable y se había ido a buena hora. No se lo planteaba con esas palabras pero así lo sentía.
Y ahora, ahora que tenía más de sesenta, deseaba a Abel. Ansiaba esa mano de dedos largos que tocaba su brazo para enfatizar una idea. ¿Por qué sentía que su cuerpo la traicionaba?
Desde su noche de bodas no sentía deseo. En la época que fueron novios hubiera querido que las manos de Fernando tocaran más que su cintura o su espalda. Él nunca lo había intentado. Mercedes era de las que tenía que esperar hasta la noche de bodas, como lo hacían las mujeres decentes. Eso es lo que le habían dicho a ella, y lo había creído. Tiempo después supo que muchas mujeres no esperaban y pensaba que tal vez su vida sexual podría haber sido diferente de no esperar. Creía que era tanto deseo atrapado lo que ocasionó que se empapara  cuando apenas Fernando comenzó a acariciarle sus pechos. El se había disgustado cuando había sentido que mojaba la cama y le había dicho:
-¿Qué estas haciendo? Estás ensuciando todo.
Ella se había sonrojado y había corrido al baño. Se metió en la regadera y después de lavarse se quedó en el baño hasta que no oyó ruido. Salió y encontró a Fernando dormido. Al despertar él la había buscado. Ella ya no sentía, no quería volver a mojar la cama, no quería que le volviera a pasar. Él había terminado pronto. Así sería siempre. Ella no volvería a sentir.
En los casi 30 años de viuda nunca deseo a un hombre, se sentía casi incestuosa anhelando a un amigo de la familia, y tomando especial cuidado en su arreglo esta mañana. Arregló su cabello plateado que le llegaba a la barbilla con las puntas para adentro. Se puso un maquillaje ligero, acentuando sus ojos oscuros con un lápiz casi negro. Los labios un tono rosa pálido, muy parecido a su color de labios. Se vistió con un traje negro, con el saco abotonado no necesitaba blusa abajo. Se puso un collar de perlas corto, unos aretes, pegados a los oídos, de perlas con un filo de oro alrededor. ‘Regalo de mi hijo’, no pudo evitar pensar mientras se preparaba para salir con uno de los mejores amigos de éste. Llamó al sitio mientras se ponía los zapatos, se perfumó con una loción que le había traído su hija de algún viaje y no había usado, sintió que el tenue olor a vainilla le quedaba bien. El taxista no tardó en tocar el timbre. Siempre les decía que se bajaran y tocaran el timbre, no le gustaba que le tocaran el claxon.
Abel la estaba esperando cuando llegó. Traía un tweed en colores café y marrón, una camisa beige, sin corbata. Se levantó al verla acercarse a la mesa. Otra vez alcanzó a probar su aliento cuando le dio un beso en la mejilla. Ahora no se había acercado a sus labios, pero ella estaba más pendiente de ese olor.
El menú era de comida mexicana tradicional, el restaurante una casa antigua con patio central. Se sentaron en la terraza y los atendió la dueña, una señora poco más grande que Mercedes con una trenza de cabello blanco, facciones delicadas, que había aprendido a cocinar con su abuela y vestía un huipil. A Mercedes le hizo ilusión encontrar pacholas, hacía mucho que se dejaron de hacer en su casa. No pudo quedarse sin comer una sopa de bolitas de masa. Abel pidió lo mismo divertido de su elección.
Comieron con el recuerdo de comidas pasadas, las favoritas, las menos gustadas, lo que detestaban.
Abel insistió en compartir un flan de la casa y al terminarlo le dijo:
- ¿Me invitas el café en tu casa? Ahí podremos ver mejor los planos.

Empezaban a extender los rollos sobre la mesa del comedor cuando Abel le había dado el primer beso, el café se quedó en las tazas.
Y ahora desnuda frente al espejo ella descubría, con la dirección de Abel, su  cuerpo que le era desconocido. Se vió con los ojos de él, y se gustaba.
Cuando Abel empezó a tocar su vagina, se empezó a mojar, otra vez, como hacía tantos años. Mercedes trató de quitarle la mano.
- Perdón, -dijo avergonzada.
- ¿Perdón de qué?
- Te estoy mojando.
- Espero que lo sigas haciendo,  -contesto, mientras busca su vagina con la boca.

jueves, septiembre 08, 2005

Los libros

- No quiero que vengas, no quiero verte,- grito al celular tomándolo como si fuera un micrófono.
- Sólo te dejo los libros que me pediste, ya los junté, los traigo en el coche.
- Ya no los quiero, quédatelos, o tíralos, haz lo que quieras con ellos.
- Me dijiste que te los regresara, además ya estoy llegando.
Abro la puerta de la calle, y lo veo sacando una caja de la cajuela, pasa junto a mí y me dice:
- Yo los meto, no te preocupes.
Cierro la puerta de la calle tras de él, atravieso el patio en cuatro pasos y abro la puerta del departamento. Le indico donde poner la caja, apenas la deja en el piso me pregunta.
- ¿Puedo pasar a tu baño?
- Ya sabes donde está, -le contesto enojada conmigo, recriminándome el haberlo dejado entrar.
Cuando regresa estoy sacando los libros de la caja y acomodándolos en el librero, sin ningún orden, sólo para entretenerme.
- ¿Te ayudo? -Antes de dejarme contestar, empieza a sacarlos y me los va pasando.
Lo veo un poco de reojo, pienso que no lo reconozco. No sé si el cambio es físico o es un cambio de desamor. Trae el pelo más corto y con la ralla por un lado, me gustaba más con su pelo peinado hacia atrás. Se quitó la barba y la nariz se le ve más grande, los labios más delgados.
Me empieza a hacer preguntas que inicialmente contesto con monosílabos, pero tantos años de cercanía no se acaban fácilmente. Apenas terminamos de sacar los libros me dice:
- ¿Me invitas un trago?
Y sin pensar, me veo en la cocina sirviendo whisky en las rocas para los dos, el suyo con un chorrito de agua. No paramos de hablar, entre los tragos hay palabras de extrañamiento, palabras que traen esperanza: ‘a lo mejor ahora sí se cansó de ella, a lo mejor lo de los libros fue un pretexto, a lo mejor ya la va a dejar’. Ya perdí la cuenta de cuántas veces he ido a la cocina, cuando me dice que él va.
De regreso me da mi vaso desde atrás y se queda parado ahí. Pone sus manos sobre mis hombros, me trato de quitar pero me retiene:
- Déjame, estás muy tensa, -me dice sintiendo las contracturas que ya conoce en mis hombros.
- No quiero.
- Sí quieres.
Me besa el cuello y cierro los ojos mientras mi cabeza me da vueltas por el whisky y el deseo. Me da un segundo beso en el cuello cerca del oído, me llega su olor a madera y sal. “La sal del mar y la madera del barco”, me decía cuando lo husmeaba en el cuello, o entre las piernas. No se puso loción, sabe que las detesto. Es la primera vez desde que nos separamos que no trae loción cuando lo veo. Me convenzo que ha venido para regresar y busco sus labios.
Mientras me los da, su mano busca mi pecho abajo de la blusa. Mi cuerpo reconoce las manos que se acomodan sin esfuerzo. Desabotono el pantalón, busco el cierre y lo bajo. Saco su pene y antes de tocarlo lo huelo. Lo acerco hacia mí apretando sus nalgas. Rozo la punta de su pene con los labios, y da un pequeño brinco, como un saludo. Se mete en mi boca como una víbora que conoce el camino de regreso. Recorro el espacio de la ingle hasta la punta, sacándolo cada vez y volviéndolo a meter. Entre caricias nos vamos desvistiendo el uno al otro.
Se levanta y me toma de la mano para llevarme a la cama. Al llegar se acuesta y yo me pongo encima de él. Han sido demasiados meses y días sin él ya no requiero mucho para venirme. El llega segundos después.

Me deslizo a un lado de él, pongo mi cabeza en su pecho, el coloca sus manos atrás de su cabeza. Siento como se empieza a ir. Me levanto con el pretexto de ir al baño, desde ahí oigo su pregunta.
- ¿Me puedo lavar?
- No, -le digo, me pongo mi bata y cierro la puerta tras de mí.
Camina al baño a pesar de mi negativa y no puede abrir la puerta: le puse el seguro.
Recojo la ropa que ha quedado en la sala. Tomo la mía y la pongo en la ropa sucia. Su camisa la empiezo a hacer bolita entre mis manos.
- ¿Dónde está la llave? –me pregunta mientras insiste en abrir la puerta con un pasador que ha encontrado.- No puedo irme a casa así.
- No me interesa.
- Dame la llave.
- No la tengo.
- ¿Qué haces?- me cuestiona cuando ve que estoy magullando su camisa.
- No te puedes lavar aquí, -le digo y le aviento su camisa. –Vete.
- Entiende, no me puedo ir así, hueles mucho.- Sonrío, nunca me había dado tanto gusto tener un olor penetrante.
Camino hacia mi escritorio y prendo la computadora. Sé que no puede retrasarse más. Oigo que sigue intentando abrir la puerta, luego escucho el ruido de su cinturón. Sale sin decirme una palabra. Apenas cierra la puerta empiezo a buscar la llave del baño. No sé dónde está, pero me río.

miércoles, septiembre 07, 2005

El lobo

Se me olvida que las palabras no vienen sólo del cerebro. No todas, no siempre. Hay palabras que no se pueden razonar, sólo se sienten. Son las palabras que se le escapan al lobo. El lobo que guarda el bosque para que nadie entre, nadie salga. Las palabras del bosque se quedan adentro, las de afuera no entran. Las palabras no sirven para contar, no son las palabras las que cuentan. Las palabras no siempre dicen lo mismo, a veces no dicen nada, otras dicen una y otra cosa, según cuando las lees. Hay palabras que se desgastan. Hay palabras que al repetirse toman forma. Esas son las palabras esenciales. Son las que se escapan cuando el lobo duerme.

martes, septiembre 06, 2005

Nada que hacer

Me he quedado sola de nuevo. Cada vez hago lo mismo. Los corro de mi vida. No quiero ni pensar cómo será el amanecer, frío, y con la cama vacía. Y no me importa. Quiero estar sola. Eso digo cada vez, y también digo ‘ya llegará otro’, y llega, y otra vez se va. No quiero pensar ni sentir, el abandono, el abandono que yo provoco, que yo fabrico con tal exactitud. Lo voy armando, día con día, desde el principio defino el día que se irá y lo hago coincidir, con la exactitud de un reloj. Con la exactitud del tiempo que no existe. Aún así coincide.

Y hoy no hay más allá que este abandono que se abre con la puerta que se cierra. Me invento pretextos: los zapatos muy grandes o muy viejos, el poema inacabado, la pasta que se coció de más, las cobijas que me arrebataba en la noche, la película que no acabamos de ver y que cambiaría mi vida, nuestras vidas. Nuestras vidas que no existen porque no existen juntas, sólo existen separadas.

Cada final es un principio. Cada relación es otra vida. Es una forma de tener más vidas. Quiero vivir esta soledad, disfrutar el respirar sola, el reír sola. Quiero el espacio de toda la cama, la mesa con un solo plato. ¿Para qué? Para volver a empezar, para tener otra vida. Hasta que me canse del silencio diario y de las barreras que voy fabricando. Hasta que me asuste, pensando que no las podré tirar y corra en busca de otro, el que sea, o uno específico. No importa, es lo mismo. Cada uno es especial. Y empezará el acercamiento, comenzará la entrega. La entrega que complica todo. Por eso hay que elegir un día, cercano o lejano, pero fijo, para huir del amor incondicional, para vivir otro amor inconsecuente.